Pasos Constantes en el Parque
Cada mañana, nos encontrábamos atándonos los zapatos y dirigiéndonos al parque, un espacio que rápidamente se convirtió en nuestro campo de entrenamiento y santuario. Nuestros pasos coincidían en ritmo, moviéndose en perfecta armonía bajo el dosel susurrante de los árboles. Alan no mostraba signos de desaceleración; su energía era constante, su ritmo firme. Era difícil creer que este era el mismo hombre que una vez luchó incluso con los movimientos más simples. Cada vuelta que completábamos se sentía como un pequeño triunfo, construyendo algo mucho más grande de lo que cualquiera de nosotros esperaba.
“¡Intenta seguir el ritmo!”, gritó Alan una mañana, su risa resonando por los senderos. Su confianza era desenfadada pero inspiradora, su transformación un testimonio viviente de perseverancia. La rutina era más que ejercicio; era un ritual de unión que solidificaba nuestra asociación. A medida que avanzábamos, el esfuerzo se sentía menos como un desafío físico y más como una celebración de lo lejos que había llegado. En esas carreras matutinas, la fuerza de Alan era inconfundible, medida no solo en músculo, sino en resiliencia.
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